Quédate lejos... (Historia corta)
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Katerina Fotografía Plotnikova |
Hay 30 pasos entre mi nuevo hogar y la vieja casona del siglo XIX, que sobre su propia historia se mantiene en pie, como yo.
Siempre me ha atraído los lugares enigmáticos, con añoranza y
leyendas. Soy una adicta a la ensoñación. Imagino escenas que tal vez o nunca pasaron, años atrás. Me gusta sentir que he vivido en distintas épocas, que he conocido
a un sin fin de personas, que he sido testigo de grandes hazañas y que soy la
portavoz que hace que perduren y queden en el eco de la eternidad.
Ahora mismo me encuentro observando la vieja casona, recordando mi
propia historia y el cómo llegué a este instante, en este lugar en esta época.
La memoria es algo extraña. Recuerdo grandes sucesos en mi vida, llega a mi la
nostalgia, aquella que es una combinación de tristeza y felicidad. Recuerdo los tragos que bebí, la vida que
gasté, la cacería que planee, las estrellas perdidas, pero lo que más recuerdo
es la culpa y los arrepentimientos. Son las 2 de la tarde, una pequeña brisa de
lluvia empieza a caer sobre mi nariz, sobre mi rostro, mis manos, mi ropa
gastada por la mudanza y yo sólo sigo respirando, perdida en mis recuerdos.
Fue esta misma estación del año cuándo lo conocí; invierno. Yo, estaba
en una edad en que, mirara lo que mirase, sintiera lo que sintiese, pensara lo
que pensase, al final, como un bumerán, todo volvía al mismo punto de partida:
yo. Además tenía el corazón roto. Creía que la vida era un primer ensayo para
vivir, que me encontraba a prueba y error; que todas mis acciones estaban de
antemano perdonadas por ende todo estaba cínicamente permitido hacer. Así que
el consuelo que buscaba por un amor que reciente había perdido bastaba para
disipar mi cruda realidad.
Siempre pensé que el amor era algo leve, sin peso; que cuando
huía, yo seguiría siendo la misma, eso fue antes de enamorarme cómo lo hice.
Hipotéticamente, vendí mi alma, mi ex amor dejó un vacío, una huella sin razón,
un dolor en el pecho, una fuga de calor.
Era invierno, lo sentía en mi piel, en mis lagrimas mezcladas en
un desastre de alcohol.
Pero entonces alguien más llegó, de la nada, sin avisar, era una
personificación de casualidad absoluta, aquella que está llena de encantos. Él
me miró durante cinco segundos, lo recuerdo porque suelo leer cada expresión
facial, cada movimiento, puedo anticiparme a los sucesos, soy una especie de
viajera en el tiempo; recuerdo el pasado pero vivo en el futuro, el presente lo
ignoro a veces por completo.
Al pasar las horas intercambiamos mensajes oculares, sonrisas
inesperadas, teléfonos desapercibidos. Mi mente vagaba en el riesgo; si no has
arriesgado, no has vivido, pensaba cada minuto para ubicarme manualmente en el
momento, en el presente.
Pasaron días y los mensajes volaron como palomas; él leía, yo
escribía y viceversa. Los días pasaron y las citas se hicieron encuentros más
casuales. Él empezó a vivir para mi, y yo también (viví para mi). La clase de
egoísmo que nubla la razón, el mismo que toma cualquier decisión sólo para
olvidar un viejo amor. No existe la
posibilidad de comprobar cuál decisión es la correcta o la mejor. Estaba
viviendo todo por primera vez y sin preparación. Las perfecciones de extraños
me enamoraban en segundos y cada día. Pasaba de días grises y azules a días
amarillos y rojos. Sabía que mi juego con él era otro más, sabía de antemano que
él no duraría más de tres meses en mi camino, todo era fácil así; el compromiso
estaba fuera de mi alcance, la necesidad de vivir con ello no era para alguien
como yo. Estaba jugando con él, y lo sabía pero él no.
Las semanas pasaron, cada noche había un secreto nuevo que me
susurraba. Cada día se me escapaban los minutos junto a él. Siempre estaba ahí,
como fiel soldado esperando una señal de afirmación de mi parte, estaba ahí con
esa ilusión, que yo a sabiendas alimentaba con paciencia y engaño.
Bastaba con enamorarlo como loco, de sentir la unidad de su alma y
cuerpo para alimentar mi ego. Pero él seguía estoico, fuerte, decidido,
recreando toda clase de atmósferas para mi comodidad, para mi alegría, para
celebrar mis triunfos y tapar mis fracasos. Él, a pesar de ser nuevo en mi
vida, había hecho lo que nadie había hecho por mi, y estaba segura que nadie lo
lograría hacer.
Pero todo juego llega a su fin, yo sólo era una chica entre sueños
y fantasías; con narcisismo en mi piel y dispuesta a regresar la flecha a su
dueño cupido para romperle el corazón. Romperlo crudamente y sin anestesia,
gastar mi juventud en alguien no era lo mío.
Hipócritamente rompí los lazos, sólo era cuestión de tiempo de que
él huyera antes de que yo lo lanzará a los lobos. Así pasó. Estaba encontrando
mi camino hacía la cordura en los brazos de alguien más; pero obviamente menos
importante, diferente, no tan imponente y sobre todo menos especial.
Esta manera de ir por la vida como piezas de porcelana, con
grietas en el corazón, haciendo daño a los demás es una forma vacía de
respirar. Tenía que seguir respirando aún con el peso de cierta culpabilidad
que mis huesos sostenían. Él se había ido por mí; yo lo desconocí y lo culpe a
él, en una especie de escena de Pilatos, lavándome las manos para no salir
lastimada, para lastimarlo, para salir librada.
Las horas pasaban, la sincronía de un clavo para sacar otro había
desaparecido. En un instante de desesperación, en días de auto incriminación
regresé a sanar mis acciones, a limpiar mi nombre, ¿Cómo es posible de condenar
algo fugaz? Yo lo estaba haciendo. Él fue el crepúsculo de la desesperación que
bañaba todo de nostalgia y de magia, todo, incluso mis mañanas.
Siempre supe que las disculpas era para débiles, pero una noche
olvidé de lo que estaba hecha; entre lágrimas y pena pedí por un regreso
fracasado. Sus palabras quebraron en mis oídos: quédate lejos…dijo. Delante de mi había una mentira comprensible
y pero detrás él una verdad incomprensible. Dejé de insistir, lo dejé ahí
mismo, donde le rompí el corazón en dos.
Él era del tipo de personas que no suele hablar sin ponerlo por
escrito, nunca fue bueno hablando de sentimientos, fue mejor en sus acciones. Aún
cuando él tenía un corazón cerrado con llave su presencia se sintió; mi corazón
era un arrogante, y nada de él fue suficiente para mi, hasta después…
Quisiera que alguien me explicará de un modo incansable por qué
los cruceros de la vida se transforman, se arman de nostalgia, nos enseñan a
mentir y hasta llenarnos de culpa. Me gustaría que alguien me explicará de un
modo sin fisuras cuando dejar de buscar los recuerdos que habitan en nosotros
para arrancarnos el dolor y aceptar el adiós.
Por suerte la sonrisas que me dio en mi soledad no fueron borradas, y
aunque lo dañé con alevosía el destino es más bello que la casualidad.
Mi arrepentimiento llegó, el invierno no fue mi mejor época y el
tiempo pasó.
El destino me topó y yo me topé de nuevo con él. Una distancia
prudente y de pronto todo fue suficiente, lo que él hizo, lo que yo hice, los
momentos, las decisiones, los instantes, la felicidad, la independencia, la
arrogancia, la nostalgia, todo valió la pena, todo se vive para una razón. Años
pasaron pero él regresó conmigo y yo regresé a él.
Mientras miro la casona vieja, su hermosa arquitectura y su tenebrosa
apariencia él se acerca, me abraza y con un beso me pide volver a casa; me
regresa al presente, a mi única realidad: mi hazaña con él que hará eco en la
eternidad.

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