En el amor, nada es lo que parece (historia corta, Infiel)


Ana miró al vacío, hacia la puerta de su recamara, mientras Samuel se preparaba para salir. 
Eran las 9:30 de la noche y las excusas se hicieron presentes. Él se protegía con trabajos urgentes en la oficina y Ana sólo le quedaba ofrecer una disimulada e hipócrita sonrisa. 

Mientras Samuel acomodaba la camisa dentro del pantalón, Ana miraba su anillo, aquel que los ató a promesas de lealtad, felicidad y enfermedad, -“En las mejores y en las aún peores”-, pensaba Ana sentada en la orilla de la cama observando en el espejo la imagen de su marido reflejada, mientras escuchaba palabras de disculpas. 

Era la quinta vez en el último mes, que Samuel huía a altas horas de la noche por tareas urgentes. Los pensamientos destructivos formaban parte de ella. A veces formaban oleadas de odio, otras más de arrepentimiento, pero siempre llegaban al punto de la locura total. 

Samuel salió de la habitación y ella lo despidió con media sonrisa y se arrojó a la cama. Observó detenidamente el techo mientras movía sus manos tocando el edredón nuevo, como si hiciera un ángel en la nieve, imaginando a su amor perfecto. 

Las imágenes llegaron a su cabeza, caricias, besos, palabras de amor, deseos, tormento, todas en ellas. Miró el reloj y había pasado tan sólo treinta minutos, para ella había sido cada minuto como clavos en los pies. 

Se puso de pie y por primera vez en cinco años de matrimonio, se acercó a la vida privada de su esposo. Cajas de gustos adquiridos durante el último tiempo, de recuerdos guardados con cariño y recelo. Tomó la ropa sucia de él, olió las camisas y no encontró olores extraños; pero ella sabía lo que debía de hacer. 

Llamó a la oficina y nadie contesto, llamó a su móvil y sólo unos enérgicos tonos de llamado eran su respuesta. 
Echó un vistazo hacia la ventana, la oscuridad ya invadía el lugar, y junto con ella el silencio de Ana. 
De pronto se levantó violentamente, fue a la cocina, aquella que había decorado con amor para Samuel y en la que él disfrutaba cocinar cada domingo por la mañana. Tomó las tijeras y corrió hacía la ropa sucia de su amor, camisa por camisa cortó a la mitad, pantalón por pantalón destrozó. Aquello si que era liberador.
Apiló toda la ropa triturada en el jardín. Aquel jardín donde había plantado sus rosales como una esperanza de verlos florecer para adornar sus días, sus tristezas  e impotencias. 
Después entró tranquilamente a la casa, fue al baño y tomó el envase de alcohol etílico, luego fue por el cuadro que protegía recelosamente la foto de la boda, donde los dos sonreían ingenuamente, donde se juraron un amor intacto, un amor sólido y completo. Buscó el encendedor y volvió al jardín; arrojó la fotografía a la montaña de ropa de Samuel y vació el litro de alcohol sobre ella. 

Bastó una chispa de sueños perdidos, llantos atormentados y arrepentidos, de besos fugaces y perdidos en boca de alguien más, bastó una chispa para terminar con todo aquello que la masacraba por dentro. Una pequeña lagrima rodó por la mejilla de Ana acompañada de odio y una sonrisa malvada, no sabía si era por ella o por Samuel. Una exquisita tortura estaba acabando con cada flama que nacía frente a ella. 

No era suficiente, pensaba, debía de hacer un mejor intento. Entró por las pertenencias de Samuel y las arrojó al infierno que yacía esa noche de pensamientos traicioneros. 

Los minutos pasaban y el teléfono no dejaba de sonar, los vecinos ¿tal vez? Ana miraba las llamas con poco arrepentimiento. 

De pronto la puerta del jardín se abrió, un grito de desesperación, ira y duda se escuchó, la voz de Samuel temblaba de enojo, sus manos tomaron los brazos de Ana y la obligaron a voltear hacía atrás, estaba ida en el averno que había desatado. 
Ella volteó y se sorprendió a ver a toda su familia frente a ella, los vecinos, sus amigos, un grupo musical que cargaba una pancarta con una fotografía de una casa y una leyenda que marcaba un “Bienvenida a tu nueva casa FELIZ ANIVERSARIO AMOR”. 

Samuel no dejaba de gritar, ella sólo respondía que pensaba que estaba con otra mujer. Las razón llegó, y la voz de Samuel explicó que esas noches las pasaba en vela decorando la nueva casa para ella. Sus amigas eran testigos y él soltó palabras que herirían  a cualquier persona, pero no a Ana. 

Ana no podía llorar así que empezó a reír, reír como loca. Rio más al ver a Samuel salir de nuevo de la casa, ahora con las pocas pertenencias que quedaban, después de que todos se fueron.
Azotó la puerta fuertemente para dejar en claro que no volvería jamás. Una loca era Ana, era lo que él gritaba en cada paso que daba. Esa noche Samuel se marchó con sus sueños rotos, con su esperanza de amor perdida, su promesa de votos eternos rota y con lágrimas de desconsuelo. 

Veinte minutos pasaron desde que Samuel decidiera salir de la vida de ella. Ana levantó el auricular del teléfono, marcó el número que había estado marcando los últimos siete meses, el número que había aprendido casi tan rápido como la voz que contestó. Una voz de un hombre respondió con un -¿preciosa eres tu?-, ella mostró una gran sonrisa y le dijo al hombre -Samuel se fue, ahora puedes venir conmigo-


Pasaron tan sólo treinta minutos, el hombre que había regalado sus caricias, besos, deseos a Ana los últimos siete meses llegó a la casa. Él hombre entró por la puerta y ella se derritió de amor, se arrojó a sus brazos. Ana no mostraba arrepentimiento, ella era libre ahora que Samuel se había marchado. Una nueva historia con traición marcada empezó y Ana sin retractos volvió a sonreír infamemente.


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